El cine de Guillermo del Toro siempre ha tenido una voluntad de diseccionar el alma humana. De encontrar la oscuridad que nos hace capaces de lo peor, y de lo mejor. Un cine donde lo terrorífico es lo humano, y donde el ser humano es lo terrorífico. Un mundo plagado de monstruos, reales o inventados, que siempre actúan como reflejo y metáfora del mundo actual. Unas características que entroncan directamente con el ‘noir’, y que están en El callejón de las almas perdidas, la novela que adapta y que ya fue película en 1947 con Tyrone Power como cabeza de cartel.
Una historia sobre un buscavidas seductor que sobrevive en un circo ambulante tras la Segunda Guerra Mundial y que triunfará a costa de mentir y hacerse pasar por un poderoso medium que puede hablar con los muertos. Hay en la película asuntos que se sienten tremendamente cercanos a Del Toro. La avaricia, la mentira, la moralidad, el aprovecharse de un pueblo dividido. Asuntos que la hacen actual y que resuenan en la vida de 2021, pero que no logran que el filme resulte tan apasionante como su propio director cree que es.
Del Toro no consigue intrigar, emocionar ni sacudir al espectador, que se ve arrastrado por una historia que se alarga innecesariamente hasta las dos horas y media. Sólo a ráfagas aparece el talento del mexicano para perturbar, para que conectemos realmente con la turbierdad moral que pretende trasladar. Un filme frío que, eso sí, resulta visualmente tan arrollador como todo el cine del director. De hecho, quizás demasiado, esa estética tan perfecta, tan pulida, con esa fotografía de colores saturados y música predominante empieza a ser un cascarón tan bello como artificial.
El callejón de las almas perdidas tienen una estética arrolladora, con un diseño de producción asombroso, que sabe conjugar lo lúgubre y tétrico del circo de la posguerra con el lujo de los espectáculos para ricos de la segunda parte del filme. Todo acompañado del siempre notable trabajo de cámara del director, que mima cada plano y cada encuadre aunque en esta ocasión sin trasladar la pasión que se nota que pone en todas sus historias.
Como ocurría con el West Side Story de Steven Spielberg, es complicado no compararalo con el filme del 47, y de nuevo la versión moderna sale perdiendo. A Edmund Goulding no le hace falta tanto metraje ni tanto preciosismo para realmente enganchar al espectador y envolverle en esa espiral de traiciones movidas por la avaricia. Es cierto que moralmente la de Del Toro es más compleja, con un retrato de los ricos mucho más pesimista, e intentando entender más a su protagonista, pero mucho menos vibrante.
Del Toro cambia también los motivos que impulsan las relaciones entre los personajes, como en el caso del de Bradley Cooper y Toni Collette, que lo convierte en una atracción enfermiza con un componente sexual, donde en la original se basaba en que él veía en su vulnerabilidad una forma de aprovecharse de un secreto que desencadenaba el resto de la historia. O ese pasado del protagonista que intenta aportar profundiad pero se queda en apenas unos flashbacks visualmente juguetones. El guion no saca juego a esos cambios, y parecen pinceladas al aire.
A pesar de ello, Del Toro saca el máximo partido a su increíble reparto. Bradley Cooper cada vez es mejor actor y aguanta el peso del filme en un personaje complejo y con una escena final descorazonadora, aunque quienes se comen sus escenas son Richard Jenkins, como el ricachón en busca de esperanza que busca conectar con los muertos y, sobre todo, Cate Blanchett, que redefine el concepto ‘femme fatale’ con inteligencia, sensualidad y talento en un filme que, por desgracia, deja pensando en lo que pudo ser y no fue.
Puntuación: 8