Cuando el cine no quiere parecerse al videojuego (y es el videojuego el que no debería copiar al cine)
Querido Alfonso Gómez, estimados compañeros de la redacción de 3DJuegos:
Vuestra apasionada reflexión sobre las potencias narrativas del videojuego —esa carta de amor a Outer Wilds, Undertale y tantos otros artefactos interactivos— es tan vívida y emocionante como legítima. Coincido plenamente en que hay territorios emocionales, estructuras narrativas y mecanismos de inmersión que solo pueden florecer en el terreno del videojuego. Hay cosas que, simplemente, solo pueden suceder cuando el jugador es también autor, mártir y víctima del relato.

Sin embargo —y lo digo con todo el afecto y el respeto que merece un análisis tan apasionado— vuestro argumento parte de un error de base que conviene señalar: la idea de que el cine está intentando parecerse al videojuego. O que, de algún modo, ambos medios están en pie de igualdad mimética, intentando copiarse el uno al otro.
Y no, queridos míos. El cine no quiere parecerse al videojuego. Jamás lo ha querido. Jamás lo ha necesitado.
El lenguaje cinematográfico, con más de un siglo de evolución a sus espaldas, nunca ha buscado imitar los loops, la culpa del savegame, ni la fragmentación del puzzle narrativo. Cuando un cineasta utiliza estructuras no lineales, lo hace desde una lógica estética o emocional propia, no para simular la interactividad. El espectador no necesita jugar a Her Story para entender Memento, ni morir mil veces para comprender Almas en pena de Inisherin. El cine narra desde la contemplación, desde la poética de la mirada, no desde la interacción.

Quien sí parece vivir obsesionado con su vecino es, lamentablemente, el videojuego. Y es ahí donde reside la paradoja que no abordáis: que el videojuego, en lugar de profundizar en su unicidad, en esa relación sagrada entre jugador y experiencia, se ha ido volviendo cada vez más cinemático. Más dirigido, más coreografiado, más esclavo de la secuencia espectacular, de la música hinchada y del plano secuencia. Cada AAA moderno quiere ser una película de Nolan, cuando debería querer ser Zelda: Breath of the Wild.
Solo Nintendo —con su tozuda inocencia japonesa, su sentido del juego puro, su rechazo casi instintivo a parecerse al cine— ha entendido que el videojuego no necesita parecerse a nada. Que Pikmin, Splatoon o Tears of the Kingdom no tienen que contarte una historia: tienen que hacerte jugarla. No hay loops narrativos, ni trauma psicológico, ni manipulación emocional. Hay juego. Y en ese juego habita lo sublime.
Por eso, sí: el videojuego tiene formas de narrar que el cine jamás podrá replicar. Pero eso no es una medalla ni una afrenta. Es, simplemente, la constatación de que ambos medios viven en reinos distintos. El error —grave, reiterado— es pensar que están en guerra, o que uno de ellos ha vencido.
El cine, afortunadamente, sigue a lo suyo: narrar con luz y tiempo, moldear emociones desde el montaje, crear poesía en el fuera de campo. El videojuego, si quiere ser grande, debería también recordar lo que lo hace único. Y dejar de aspirar a parecerse a quien jamás ha intentado imitarle.
Con afecto crítico,
un espectador que también juega