‘Tron: Ares’ es mejor disco de Nine Inch Nails que aventura de ciencia ficción, sí. Pero también es —y esto conviene subrayarlo— un blockbuster con mayúsculas, un espectáculo visual filmado con un pulso cinematográfico que hoy resulta casi subversivo. En una época en la que las series, con su estética de pantalla plana y su cadencia de algoritmo, están disolviendo la cultura de la imagen fílmica, esta nueva entrega del universo Tron emerge como una oda al poder del encuadre, a la textura de la luz y al vértigo del movimiento.

Sólo por las imágenes de Jeff Cronenweth y la banda sonora del grupo de Trent Reznor, el viaje al cine está más que justificado —aunque no para todos—. Pero en ese “para todos” reside su fuerza: Ares no busca la complacencia del espectador que quiere una narrativa masticada, sino el asombro del que aún se deja seducir por la forma, por la belleza eléctrica de un plano.
Al evaluar un film como este, no basta con medir la consistencia del guion o la complejidad de los personajes. En los blockbusters verdaderos —los de espíritu y no solo de presupuesto— la forma es contenido. La arquitectura visual es discurso. Y ahí Tron: Ares brilla con luz propia. Sí, su historia sobre inteligencias artificiales que desean ser humanas puede sonar familiar, pero lo que realmente late en su interior es el deseo de hacer del artificio una emoción palpable.

Joachim Rønning demuestra una vez más su precisión milimétrica para el movimiento: las secuencias de acción fluyen con un sentido coreográfico que roza lo musical, y Cronenweth compone imágenes que podrían exhibirse en una galería de arte contemporáneo. El bokeh poligonal durante una persecución acuática es un destello de pura obsesión estética, un recordatorio de que la técnica, cuando está al servicio del ritmo y la emoción, se vuelve poesía visual.
Los diálogos, sí, cojean; los personajes, a veces, parecen diseñados más por su silueta que por su biografía. Pero Tron: Ares no aspira a la profundidad psicológica de un drama íntimo: aspira a devolvernos la sensación de ver, de oír, de sumergirnos. En un momento histórico donde la imagen televisiva ha domesticado nuestros ojos, películas como esta nos reconcilian con la experiencia del cine como rito de percepción.

La banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross actúa como un torrente emocional: no acompaña, sino que dirige, palpita, propulsa. Es un “álbum visual” en movimiento, un pulso de sintetizadores que transforma la trama en trance. Ares suena tanto como se ve, y esa simbiosis sensorial la eleva por encima de su propia historia.
Quizá la crítica contemporánea no sabrá dónde colocarla. Es demasiado formalista para los amantes del argumento, demasiado emocional para los tecnófobos, demasiado ambiciosa para los cínicos. Pero como ya ocurrió con Legacy y con la Tron original, el tiempo será su mejor aliado. Las películas de esta saga no se entienden al instante: se decantan como el vino, se aclaran con los años, se descubren cuando la superficie digital deja ver su alma humana.

En definitiva, Tron: Ares es el tipo de blockbuster que el cine necesitaba recordar: una sinfonía de luz, ruido y movimiento que no pide perdón por ser puro espectáculo. Un recordatorio de que el entretenimiento, cuando es arte visual, también puede ser una forma de resistencia.