Crítica by Lucen ‘Arde Mississippi’: la joya que el tiempo coronó como obra maestra

Crítica by Lucen ‘Arde Mississippi’

En 1988, Arde Mississippi (Mississippi Burning, de Alan Parker) apareció en los cines como un relámpago abrasador, pero su fulgor quedó parcialmente eclipsado por un firmamento saturado de astros: Rain Man dominaba la taquilla y los premios, ¿Quién engañó a Roger Rabbit? reescribía las leyes del espectáculo, La última tentación de Cristo agitaba tempestades morales, Gorilas en la nieve y Las amistades peligrosas acaparaban titulares y conversaciones cultas. En medio de aquel torbellino, el filme de Parker quedó en un segundo plano… hasta que el paso del tiempo, juez silencioso y severo, lo elevó al lugar que merece: el de una obra maestra incuestionable del cine de los años ochenta.

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Basta con recordar su arranque: un coche surcando una carretera ondulada bajo el azul profundo de la noche, perseguido por luces que cortan la oscuridad como cuchillas. Esa escena inicial concentra todo el nervio visual y narrativo del film: la tensión palpable, el presagio del horror, el pulso cinematográfico que no concede tregua. Alan Parker —siempre un alquimista de la imagen y el ritmo— compone cada plano como un lienzo vivo, donde la violencia latente y el aire pesado del Mississippi de los 50 se sienten, casi se mastican.

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Gene Hackman, en una de las cumbres de su carrera, se erige en maestro de ceremonias: su agente Anderson es brusco, irónico, humano hasta el tuétano. A su lado, Willem Dafoe aporta la calma metódica de un idealista atrapado en un paisaje moral podrido. Juntos sostienen un relato que nunca baja el pulso, que alterna la furia del thriller con el lirismo trágico de una elegía por los derechos civiles.

La fotografía de Peter Biziou es, sencillamente, de ensueño. Las texturas de madera húmeda, las motas de polvo suspendidas en la luz, los tonos cálidos que contrastan con la violencia helada, todo palpita con una fuerza táctil que convierte el sur estadounidense en un personaje más. La ambientación no se limita a recrear una época: la resucita, nos sumerge en ella, nos obliga a convivir con su hostilidad y su belleza rota.

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Arde Mississippi es una joya sin fisuras, una narración que avanza con el vigor de un río crecido. Lo que en su estreno fue “otra buena película” en un año saturado de grandes títulos, hoy se revela como un testamento cinematográfico poderoso, incómodo y poético. El tiempo —ese gran crítico que no concede favores— ha hablado: Parker filmó una obra maestra, y nosotros tardamos demasiado en reconocerlo.

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