Ver o descargar ‘Faraón’ (1966): un monumento fílmico más cercano al museo que al entretenimiento

En 1966, el director polaco Jerzy Kawalerowicz levantó con Faraón un coloso cinematográfico que, más que película, parece hoy una escultura de celuloide. Su aproximación al Egipto clásico es de una fidelidad casi obsesiva: decorados levantados en mitad del desierto, ejércitos de extras reales, rituales reconstruidos con rigor arqueológico, y una cámara que observa los gestos y ceremonias con la quietud de un escriba que plasma en piedra los designios de los dioses.

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La grandeza de Faraón reside precisamente en esa minuciosa atención al detalle, en su voluntad de mostrar el Antiguo Egipto no como un decorado de cartón piedra —tan frecuente en el Hollywood dorado— sino como una civilización tangible, solemne y colosal. Cada túnica, cada jeroglífico, cada sombra proyectada sobre la arena parece responder a un trabajo de documentación minucioso que transforma la película en un viaje sensorial al pasado.

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Pero ese mismo rigor, tan admirable como poco complaciente, aleja a Faraón de la noción habitual de “cine espectáculo”. Su narrativa es arritmia, no sigue el compás del entretenimiento ligero ni de la aventura épica que invita a la evasión. En lugar de batallas vibrantes o romances palpitantes, Kawalerowicz nos ofrece escenas de ceremonias lentas, diálogos cargados de simbolismo y una puesta en escena que recuerda más a la contemplación de un friso en piedra que al vértigo narrativo del gran cine comercial.

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Por ello, Faraón se disfruta como se disfruta un museo: con la reverencia del visitante que sabe que está ante una obra de arte más que ante un pasatiempo. No es un film para todos los públicos en el sentido de consumo masivo, sino para aquellos dispuestos a adentrarse en una experiencia estética solemne, hierática y despojada de adornos fáciles.

Ver Faraón es aceptar el pacto de la lentitud y el silencio, de la mirada paciente que contempla la magnificencia del Antiguo Egipto desde una perspectiva casi etnográfica. En tiempos de consumo rápido y narrativas trepidantes, esta película se erige como un recordatorio de que el cine también puede ser un templo: un espacio para detenerse, admirar y sentir que la historia, la piedra y el mito nos contemplan a nosotros.

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