El espejismo kryptoniano: por qué Superman no es el fenómeno que nos quieren vender
El hombre de acero ha vuelto, sí, pero no exactamente volando a la estratósfera de la taquilla como nos intentan hacer creer. En los pasillos digitales del entusiasmo masivo, abundan titulares que hablan de Superman como si fuera el renacimiento de un género moribundo, la prueba irrefutable de que los superhéroes siguen reinando en la cultura popular. Pero la verdad, como suele ocurrir en los cuentos con capa, es menos épica y más terrenal.
La cinta dirigida por James Gunn, primera piedra en la arquitectura narrativa del nuevo universo DC bautizado con ambición mitológica como “Dioses y Monstruos”, ha recaudado más de 400 millones de dólares en su segundo fin de semana. No es poca cosa, y desde luego mejora las cifras de una Marvel actual que parece naufragar en sus propios multiversos. Sin embargo, este éxito aparente se diluye si lo comparamos con otras producciones del año que sí han alcanzado ese estatus de auténtico fenómeno global.

Porque mientras Superman corre hacia los 500 millones con todo el músculo promocional de una franquicia renacida, hay que recordar que Minecraft, la adaptación del popular videojuego, y la inesperadamente poderosa Lilo & Stitch han reventado la taquilla con cifras que hacen palidecer al kryptoniano. Estas películas no sólo han superado con holgura los umbrales de rentabilidad, sino que lo han hecho con una resonancia cultural que escapa al ruido corporativo: el fenómeno nace de abajo, de la gente, no del deseo de reconstruir un imperio caído.
Es aquí donde cabe preguntarse si el entusiasmo que rodea a Superman no responde más a una necesidad de éxito que al éxito en sí mismo. Se celebra con ansiedad cada paso, cada millón recaudado, no tanto por lo que significa, sino por lo que se desea que signifique. El mensaje es claro: el género no ha muerto, James Gunn tiene un plan, y este es sólo el comienzo. Pero la realidad, esa obstinada visitante, nos recuerda que los números son buenos… aunque no históricos.
La película, con un presupuesto que ronda los 225 millones más otros 125 en marketing, apenas empieza a recuperar lo invertido. Sí, superará el umbral de los 600 millones, y probablemente lo hará con dignidad. Pero lejos queda ese estruendo cultural de otros tiempos, cuando un Batman o un Iron Man movilizaban audiencias y marcaban un antes y un después en la conversación colectiva.
James Gunn, en un gesto sincero y agradecido, ha afirmado que su película se centra más en la parte man que en la parte super, y que eso ha conectado con el público. Es una intención noble y una dirección artística interesante, pero incluso las buenas intenciones pueden camuflar realidades incómodas: el cine de superhéroes necesita más que humanidad para volver a ser vital.
Así pues, aplaudamos el esfuerzo, reconozcamos la mejora respecto al desorden anterior de DC, pero no nos dejemos arrastrar por la nostalgia de lo que fue ni por la propaganda de lo que se desea que sea. Superman no ha salvado el mundo. Ha flotado. Y flotar, en estos tiempos convulsos de saturación y desencanto digital, ya es mucho. Pero no es suficiente para volar.