Cuando los dinosaurios miraron a Scarlett
Hubo un momento en la jungla digital de la nueva Jurassic World —ese coloso de CGI y pulsiones prehistóricas— en que el cine pareció despertar de su letargo maquinal. Una escena: el caos. Scarlett Johansson, vestida con una mezcla imposible entre heroína de aventura y Venus pulp, corre entre helechos jurásicos mientras la tierra tiembla bajo sus pies. Los raptors acechan. El tiempo se estira. Y el encuadre se convierte, súbitamente, en un poema de carne, peligro y movimiento.
Ella no corre. Ella danza. Su cuerpo —con la gracia letal de una pantera— se entrega al vértigo de la huida. El plano, fiel discípulo de Russ Meyer con beca en la ILM, capta la tensión entre gravedad y carne, entre ritmo narrativo y gozo visual. No es solo erotismo: es la física convertida en fetiche. El bamboleo no es vulgaridad, sino mecánica celeste. Scarlett es planeta. Scarlett es péndulo. Scarlett es cine que late.

Mientras tanto, los velocirraptores, esos críticos de mirada perpleja, se detienen. La persecución se congela por un segundo. Hasta la criatura más feroz se sabe diminuta ante la voluptuosidad en movimiento. No hay rugido que compita con la sinfonía de ese correr lleno de pánico y deseo. El montaje ralentiza. El viento colabora. Y uno sospecha que Spielberg, en algún rincón, sonríe.
La escena —ya viral en nuestras cabezas incluso antes del estreno— recuerda que el cuerpo femenino, cuando es filmado con imaginación, energía y un punto de travesura poética, puede ser arma, paisaje y mitología. Johansson no interpreta: arde, corre, se rebela contra la lógica de una franquicia que parecía dormida. Se convierte en la gran atracción del parque. No el T-Rex. No el híbrido. Ella.
Y por unos segundos, el blockbuster recupera lo que siempre fue: un carnaval de cuerpos y bestias, de suspiros y explosiones. Un lugar donde Eros y Tiranosaurio, por fin, se dan la mano.