Comando infernal (1987): el juguete audiovisual donde el caos encontró su templo
En la ecléctica y fascinante década de los ochenta, entre los pasillos saturados de las estanterías del videoclub, donde las carátulas prometían más de lo que daban y los títulos eran gritos en tipografía fosforescente, emergió Comando infernal como un artefacto inclasificable, una pieza gloriosamente desproporcionada que parece haber sido construida con la lógica de un niño que mezcla sus juguetes sin ningún respeto por las categorías.
Un cóctel de tres mitades: comedia, drama y circo explosivo
El film no se contenta con ser solo una película de acción: es mitad comedia desvergonzada, mitad drama con monólogos serios que rozan lo autoparódico, y mitad espectáculo circense donde las leyes de la física y la narrativa descansan sin remordimientos.
Sí, Comando infernal es un juguete. Un juguete audiovisual donde cada escena parece haber sido rodada con el puro placer de ver explotar cosas, girar hélices, volar hombres por los aires y lanzar miradas al horizonte con épica de bolsillo.

La película, lejos de ser un producto accidental, sienta las bases de un linaje que cristalizaría años después en obras como Kung Fu Sion, donde la mezcla de acción exacerbada, humor gestual y virtuosismo absurdo se convierte en religión.
Aquí, en Comando infernal, todo está aún en bruto, en su forma primitiva pero gloriosa: los saltos imposibles, las peleas coreografiadas como si fuesen danzas sin gravedad, los villanos que parecen salidos de un carnaval militar.
La secuencia del helicóptero: cine mayor dentro de una película menor
Entre las joyas escondidas de este festival desordenado destaca una escena que merece ser tallada en mármol: el despegue del helicóptero, rodado con focal larga, capturando la vibración del aire, la densidad del polvo y la majestuosidad del aparato elevándose con una pausa casi reverencial.
Una secuencia que mira de frente a los grandes despliegues de Rambo o Depredador, y que —en su humilde presupuesto— consigue morderles los talones con orgullo artesanal.
Es cine grande dentro de una película pequeña. Un brochazo de excelencia escondido en medio del caos.

Comedia física y solemnidad marcial
El humor en Comando infernal se despliega sin pudor, desde las caídas imposibles hasta los villanos que parecen más preocupados por su peinado que por dominar el mundo. Los personajes oscilan entre la caricatura y el héroe de calendario, consiguiendo una mezcla donde la risa nunca está lejos, pero tampoco el respeto.
A ratos, la película se permite fragmentos de drama insólito: miradas de pérdida, sacrificios que se toman muy en serio, discursos sobre el honor que parecen extraviados de otra producción.
Y ahí radica parte de su encanto: la oscilación brutal entre lo solemne y lo ridículo, como si nadie hubiese decidido en qué género querían quedarse.
Una piedra fundacional del cine hiperbólico
Hoy, vistas con ojos modernos, muchas de sus soluciones visuales, sus coreografías imposibles y su humor gestual parecen anticipar la revolución que luego perfeccionaría Stephen Chow con Kung Fu Sion y Shaolin Soccer.
El delirio de mezclar géneros, de jugar sin reglas, de apostar por la diversión antes que por la coherencia, todo eso germina ya aquí, en este comando caótico que nos invita a mirar sin cinismo.

Conclusión: un altar al exceso y a la imaginación sin filtros
Comando infernal no es perfecta. Es gloriosa precisamente porque no lo pretende.
Es un altar al exceso, una fiesta donde los diálogos sobran y los disparos coreografiados son el idioma sagrado.
Un film donde lo imposible sucede no porque pueda, sino porque resulta más divertido así.
Entre helicópteros que levantan pasiones, villanos de opereta y secuencias que se balancean entre la genialidad y la risa involuntaria, queda una película que merece su lugar en el Olimpo secreto de los VHS gastados.
Si Kung Fu Sion es la catedral, Comando infernal es la primera piedra, puesta con las manos sucias y el corazón limpio.