La piratería como última trinchera: una defensa hereje del cine verdadero

La piratería como última trinchera: una defensa hereje del cine verdadero

Hubo un tiempo —no tan lejano, apenas a la vuelta de un par de décadas— en que la piratería era el ogro temido de la industria audiovisual. Se la acusaba de arruinar taquillas, de asfixiar distribuidoras, de empobrecer a creadores. Era la peste negra que recorría los mares digitales, y las grandes corporaciones soñaban con erradicarla. Y lo consiguieron, o casi. Llegaron las plataformas de streaming con sus catálogos infinitos, sus cuotas accesibles y su promesa seductora: todo el cine al alcance de un clic, todo legal, todo cómodo.

Pero la historia, como siempre, tenía una trampa.

Porque mientras Netflix y sus innumerables clones aniquilaban la piratería, también aniquilaban, poco a poco, el propio concepto del cine como arte. Lo redujeron a contenido, esa palabra horrenda y vacía que igual puede designar una serie, una receta de cocina o un video de gatitos. En ese nuevo mundo, el cine dejó de ser un ritual para convertirse en simple material de consumo, de usar y tirar, de ver en el trayecto al trabajo, de maratonear sin recordar.

La piratería, al desaparecer, dejó las puertas abiertas a un imperio del algoritmo. Los estrenos ya no pertenecen a las salas: son propiedad de plataformas cuyo interés no es la belleza ni la disidencia, sino el tiempo de visionado, la estadística, el volumen, la fabricación industrial de ficción anodina. Netflix, en su cruzada por llenar sus estanterías digitales, ha terminado empobreciendo el alma del cine, triturando su complejidad, priorizando la cantidad frente a la artesanía.

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¿Y si la solución fuera, precisamente, aquello que durante años se presentó como la amenaza?
¿Y si la piratería, ese fantasma de los portales caídos, fuera en realidad la única vía de salvación?

El regreso de la piratería significaría la caída de las suscripciones masivas, el hundimiento del modelo de negocio de las plataformas que hoy monopolizan la producción audiovisual. Sin el cobro mensual asegurado, Netflix y sus hermanas menores perderían el poder que hoy ostentan. Sus fábricas de contenido, sus algoritmos, sus narrativas prefabricadas comenzarían a desmoronarse como castillos de naipes.

Sin plataformas, las salas de cine recuperarían su lugar sagrado: el único espacio posible para el estreno, el verdadero templo donde las películas existen en su máxima expresión. Sin la presión de producir series clónicas para mantener abonados, el ecosistema de creativos podría desintoxicarse. Los cineastas volverían a ocupar el centro. Volveríamos a hablar de autores, no de showrunners. Volveríamos a mirar hacia la pantalla grande, no hacia el catálogo infinito. Volveríamos a esperar con hambre genuina el próximo estreno que solo puede vivirse allí, en la penumbra compartida.

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El contenido televisivo que hoy asfixia las salas y diluye la experiencia cinematográfica se vería obligado a replegarse. Solo HBO —la última fortaleza donde las series todavía dialogan con el arte— debería conservar su lugar. Todo lo demás, que se disuelva. Que regrese a las aguas turbias del P2P, a las bahías prohibidas, a los rincones de los torrents donde, paradójicamente, el espectador ya no es cliente, sino un pirata que decide, selecciona y navega sin la tutela de un algoritmo.

La piratería sería, en este nuevo orden, no un crimen, sino una revolución necesaria. Una especie de ajuste brutal que pondría en jaque a quienes han secuestrado al cine para convertirlo en un insulso buffet de sobremesa.
El arte volvería a encontrar su cauce, el acceso se abriría de nuevo por vías no controladas por corporaciones, y las salas, ese espacio casi extinto, recuperarían su valor irreemplazable.

Sí, es una herejía. Sí, es políticamente incorrecto. Pero quizás sea la única salida.
Que regrese la piratería.
Que caigan las plataformas.
Que resurja el cine.

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