El cine está en peligro. No por la falta de historias, ni por la extinción de la sala oscura, sino por la sumisión de su discurso a una maquinaria promocional que ya no necesita críticos, sino meros altavoces. El caso de Tron: Ares es ejemplar: su campaña mediática no está en manos de revistas de cine con periodistas formados en lenguaje fílmico, sino en medios nacidos del videojuego como IGN, que han extendido su imperio al cine sin otro bagaje que el entusiasmo juvenil por el “set visit” y la foto exclusiva.
El artículo promocional sobre Tron: Ares, que se regodea en “las cinco cosas que nos dejaron alucinando en el rodaje”, ilustra la tragedia. No se habla de cine, de encuadre, de dramaturgia visual, de resonancia simbólica. Se habla de motos de luz como si fueran un periférico de consola, de Jeff Bridges como cameo nostálgico, de decorados como atracciones de feria. El periodismo cinematográfico ha sido reemplazado por un diario de viaje publicitario. El arte fílmico reducido a “contenido”, el cine a una extensión de la industria gamer.

La paradoja es devastadora: Hollywood, antaño celoso de su aura, entrega sus grandes producciones a cronistas que no distinguen un buen plano secuencia (creen que es un record de duración) de un render, y que tratan al cine como un gadget más en el escaparate de la cultura pop. En vez de análisis, titulares diseñados para el algoritmo. En vez de crítica, una enumeración de “cosas alucinantes”. En vez de pensar la película, se la vende antes de existir.
Lo grave no es solo la superficialidad de estos textos, sino lo que revelan: que el propio Hollywood ha aceptado degradarse a sí mismo. Ha dejado de buscar a la prensa especializada en cine, a la mirada que pueda cuestionar, comparar, interpretar. Prefiere medios dóciles, nacidos del entusiasmo por los videojuegos o las series, que solo repiten el marketing con sonrisa cómplice. La industria se autopisotea: convierte al cine en accesorio, en adorno del parque temático multimedia.
Así, el estreno de Tron: Ares no es únicamente una película más: es un síntoma. Un síntoma de cómo Hollywood ha cambiado su brújula. Ya no busca legitimidad artística ni crítica, sino clics jóvenes y entusiasmo prefabricado. Y en ese tránsito, arrastra al cine a una irrelevancia peligrosa: cuando la mirada sobre una obra se reduce a gadgets y easter eggs, cuando el discurso se limita a “las cinco cosas que nos dejaron boquiabiertos”, entonces la película deja de ser arte y se convierte en simple mercancía audiovisual.

El problema no es Tron: Ares. El problema es que, cuando los guardianes de la crítica son sustituidos por los voceros del marketing, el cine pierde el espejo que lo dignificaba. Y sin ese espejo, Hollywood se convierte en lo que siempre temió: una fábrica brillante, pero vacía, que confunde espectáculo con pensamiento.
La mirada perdida
Lo grave no es solo la superficialidad de estos textos, sino lo que revelan: que el propio Hollywood ha aceptado degradarse a sí mismo. Ha dejado de buscar a la prensa especializada en cine, a la mirada que pueda cuestionar, comparar, interpretar. Prefiere medios dóciles, nacidos del entusiasmo por los videojuegos o las series, que solo repiten el marketing con sonrisa cómplice. La industria se autopisotea: convierte al cine en accesorio, en adorno del parque temático multimedia.
Los años 80: cuando la crítica aún pensaba el cine
La comparación duele más cuando recordamos cómo fue recibida la Tron original en 1982. Aquella película no fue solo un espectáculo de neones y circuitos digitales; fue debatida como una revolución estética y filosófica. Revistas y críticos discutieron su uso pionero de la animación por ordenador, su metáfora del hombre atrapado en la máquina, sus resonancias con la mitología clásica. Se escribían páginas enteras sobre si Tron abría un nuevo capítulo en el lenguaje cinematográfico, si la estética vectorial podía convertirse en un estilo en sí mismo. La película fue analizada como arte, incluso cuando dividió a la crítica.
Hoy, en cambio, el relevo se entrega a redactores que no distinguen un plano secuencia de un tráiler, y que tratan Tron: Ares como un evento comparable a la llegada de un nuevo videojuego. La pregunta ya no es “¿qué aporta esta película al lenguaje del cine?”, sino “¿qué cinco cosas nos hicieron flipar?”. El debate artístico ha desaparecido; la emoción se mide en hype.

Un espejo roto
El estreno de Tron: Ares no es únicamente una película más: es un síntoma. Un síntoma de cómo Hollywood ha cambiado su brújula. Ya no busca legitimidad artística ni crítica, sino clics jóvenes y entusiasmo prefabricado. Y en ese tránsito, arrastra al cine a una irrelevancia peligrosa: cuando la mirada sobre una obra se reduce a gadgets y easter eggs, cuando el discurso se limita a listas virales, la película deja de ser arte y se convierte en simple mercancía audiovisual.
El problema no es Tron: Ares. El problema es que, cuando los guardianes de la crítica son sustituidos por voceros del marketing, el cine pierde el espejo que lo dignificaba. Y sin ese espejo, Hollywood se convierte en lo que siempre temió: una fábrica brillante, pero vacía, que confunde espectáculo con pensamiento.