Sesión doble Beta pirata: el último refugio del Betamax en los videoclubs
Sesión doble Beta pirata: el último refugio del Betamax en los videoclubs
Hubo un tiempo en que la penumbra de los videoclubs albergaba un ritual sagrado: el deambular entre estanterías repletas de cintas que prometían aventuras, risas y terror. En la época dorada del videoclub, el reinado del Betamax comenzaba a desmoronarse, cediendo paso a su hermano menor pero más astuto, el VHS. Los dueños de estos templos del celuloide en formato magnético veían cómo el VHS se erigía como el estándar definitivo, mientras que el veterano Betamax se sumía en un crepúsculo inevitable. Sin embargo, la fidelidad de sus primeros usuarios no podía ser traicionada sin más. Así nació un pequeño acto de resistencia, un oasis clandestino: la sesión doble pirata en Betamax.
El fenómeno surgió como una solución pragmática a una crisis técnica y comercial. Los videoclubs compraban sus películas en VHS y, para mantener contentos a los clientes con reproductores Betamax, comenzaron a copiar dos películas en una única cinta virgen. La práctica tenía un equilibrio casi poético: por el precio habitual del alquiler, el cliente no solo obtenía la película de estreno que deseaba, sino que además recibía un filme adicional, generalmente una producción de segunda fila, elegida por el propio dueño del videoclub. Este sistema no solo permitía que los usuarios de Betamax siguieran disfrutando de cine en casa, sino que, en su clandestinidad, gestó sin quererlo una nueva manera de descubrir películas.

La magia de esta sesión doble pirata radicaba en el factor sorpresa. Al emparejar dos títulos del mismo género, el espectador se aventuraba más allá de su elección inicial, encontrándose a veces con una joya oculta que, de otro modo, jamás habría alquilado. Así, muchas películas que pasaban desapercibidas en las estanterías acabaron cobrando una segunda vida, alcanzando un estatus de culto gracias a su inclusión en estos dúos improvisados. Un thriller desconocido, una cinta de terror de bajo presupuesto, una comedia olvidada: títulos que, sin una campaña de marketing detrás, lograban conquistar al espectador en la intimidad de su sala de estar.
La naturaleza clandestina de este sistema añadía una capa de emoción al acto de alquilar. La lista de cintas dobles no estaba a la vista; se susurraba bajo el mostrador, una suerte de código secreto entre el dueño y los clientes más fieles. Había que preguntar, estar en la órbita de confianza del videoclub para acceder a este pequeño privilegio. Aquellos que participaban en esta red de cinéfilos improvisados, sin saberlo, contribuían a preservar la diversidad cinematográfica, extendiendo la vida de películas que de otro modo se habrían desvanecido en el olvido.

Más allá de la ilegalidad evidente, la sesión doble Betamax encarnó un espíritu de resistencia y romanticismo cinéfilo. Gracias a ella, el séptimo arte continuó circulando en hogares de la periferia y en pequeños pueblos donde el acceso al cine era limitado. Fue una estrategia de supervivencia tanto para los videoclubs como para sus clientes, pero también una lección involuntaria sobre la imprevisibilidad del gusto y la importancia de la accesibilidad cultural.
Hoy, en la era del streaming y el algoritmo, donde todo está etiquetado y organizado con precisión matemática, la sesión doble pirata del Betamax se antoja como un acto nostálgico de libertad. Una época en la que la curiosidad y la casualidad eran las verdaderas curadoras del contenido, y en la que una película secundaria podía, en la penumbra de una cinta reciclada, convertirse en la protagonista inesperada de la noche.