El fulgor antiguo de Conan el bárbaro: arte salvaje en la era del videoclub

El fulgor antiguo de Conan el bárbaro: arte salvaje en la era del videoclub

En los albores de los años ochenta, cuando el cine de aventuras comenzaba a resurgir de entre las ruinas post-Vietnam, Conan the barbarian emergió como una furia ancestral, desgarrando la pantalla con una belleza bárbara que los videoclubes de todo el mundo elevaron a la categoría de rito iniciático. Bajo la égida del director John Milius, el mito de espada y brujería se encarnó en un poema visual de sangre, acero y ocaso.

No fue casual que esta película se convirtiese en reina de las estanterías de videoclub: Conan the barbarian ofrecía no solo un festín de acción brutal, sino un lenguaje fílmico que hablaba, como los antiguos bardos, a las fibras más elementales del alma humana. La fotografía de Duke Callaghan bañaba los paisajes en tonos ocre y dorados, transfigurando las estepas y desiertos de Almería en una Hyboria crepuscular, casi mítica, donde cada amanecer parecía el primer amanecer del mundo.

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El encuadre, deliberadamente solemne, recordaba las composiciones escultóricas del arte clásico: cada movimiento de Arnold Schwarzenegger era registrado con la gravedad de un bajorrelieve asirio. El montaje, a menudo pausado, confería al relato una cualidad litúrgica, como si cada acción —blandir una espada, cruzar una llanura, mirar al horizonte— fuera un acto sagrado en sí mismo.

El silencio desempeñaba un papel fundamental. Largas secuencias desprovistas de diálogo dejaban que la música de Basil Poledouris —una partitura ciclópea, henchida de coros, percusión guerrera y melodías solemnes— guiara las emociones del espectador, estableciendo un vínculo casi místico entre la imagen y el oído. Esta fusión entre lo visual y lo sonoro sembró en toda una generación de cinéfilos una sensibilidad profunda hacia el poder de la imagen pura, no mediada por la palabra, capaz de contar una historia a través del gesto, la luz y la música.

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En su estética cruda y su narrativa minimalista, Conan el bárbaro inoculó en el joven espectador de videoclub un saber cinematográfico intuitivo: el entendimiento de que el cine puede ser ritual, que puede abrazar la dimensión épica sin necesidad de ironía, y que la belleza puede hallarse en el polvo, en el músculo tensado, en el acero desenvainado bajo un sol implacable.

En aquellas cintas VHS, de carátula abigarrada y promesas de mundos lejanos, Conan the barbarian brillaba como una reliquia de un arte más grande que la vida. Y quienes sucumbieron a su embrujo —quienes vieron en sus imágenes no solo aventura, sino también un eco remoto de las gestas homéricas y de las tragedias antiguas— se llevaron consigo un fuego secreto: el amor por un cine que habla directamente al instinto, a la memoria y al sueño.

Hoy, volver a Conan es no solo un acto de nostalgia, sino un retorno a una concepción heroica del cine, donde cada plano era una proclamación de eternidad, y cada imagen una promesa de lo sublime.

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Lecciones visuales de Conan el bárbaro: un tratado breve de sabiduría forjada en celuloide

1. El poder del encuadre como acto de reverencia
Milius enseñó a los jóvenes espectadores que la cámara no es un mero testigo, sino un sacerdote que oficia la ceremonia de la imagen. Cada composición de Conan the barbarian encierra un respeto casi sacro por la figura humana, convertida en icono: cuerpos enmarcados contra vastos cielos, torsos erguido como obeliscos en ruinas, espadas alineadas con el horizonte en gestos de eterna espera. El espectador aprendió que encuadrar es honrar.

2. El silencio como arquitectura narrativa
Lejos del cine contemporáneo, saturado de palabras superfluas, Conan el bárbaro enseñó que el silencio no es vacío, sino arquitectura invisible. Cada pausa, cada mutismo entre escenas, cada mirada prolongada hacia la llanura o hacia el adversario, construía un templo invisible donde el espectador debía entrar en recogimiento. Se aprendió a esperar, a escuchar la respiración del relato, a percibir el murmullo de lo no dicho.

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3. La música como corriente subterránea de emoción
Basil Poledouris reveló a los oyentes que la música, cuando se entrega al cine con generosidad y sin pudor, puede ser un personaje más, un viento invisible que arrastra el alma del espectador en sincronía con la epopeya. El joven cinéfilo entendió que una melodía podía ser espada, lamento, plegaria y amanecer al mismo tiempo.

4. La fisicidad como símbolo de la condición humana
En tiempos donde la estilización era tendencia, Conan the barbarian abrazó lo corpóreo: el sudor, la carne, el peso del acero. Se enseñó así que la epopeya nace de la fragilidad del cuerpo enfrentado al universo, y que el músculo tenso, la herida abierta o el cansancio visible son lenguajes más elocuentes que cualquier proclama.

5. El paisaje como testigo eterno
Los jóvenes aprendieron, casi sin saberlo, a leer los paisajes como testigos silentes de la historia. Las montañas de Almería, las extensiones de desierto, las ruinas dispersas bajo cielos ardientes, no eran meros decorados, sino presencias antiguas que juzgaban o protegían las gestas de los personajes. El cine podía ser geografía, podía ser espacio sagrado.

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