Crítica ‘Predator: Badlands’: cuando el músculo pesa más que la trama

Crítica ‘Predator: Badlands’

Hollywood insiste en domesticar lo indomable. A veces parece olvidar que Depredador nunca fue una película sobre un monstruo intergaláctico, sino sobre un grupo de hombres en el borde del mundo. Dutch, Dillon, Billy y el resto de aquel escuadrón eran los verdaderos dioses de la jungla: sudor, barro y acero. El alienígena era solo el catalizador, el espejo que revelaba su fragilidad. Todo lo demás —las secuelas, los experimentos, los reinicios— ha sido una búsqueda de ese pulso perdido.

Predator: Badlands no lo recupera, pero al menos entiende que la esencia de esta franquicia no está en el discurso ni en los dilemas morales. Está en la fisicidad, en la tensión muscular del cuerpo que combate, en el rugido que precede a la emboscada. Su problema es que no se atreve a entregarse por completo a ese camino. Quiere tener el brillo del espectáculo, pero sigue pidiendo permiso a la narrativa, como si necesitara justificar su propia existencia.

Dan Trachtenberg, que demostró en La presa una admirable economía visual y una sensibilidad para la naturaleza, aquí se vuelve más prudente. Dirige con seguridad, pero sin la furia que requiere una historia de depredadores en guerra. Todo se ve bien, todo funciona, pero nada hiere. Hay fuego, pero no calor. La cámara captura la violencia, pero no el vértigo del peligro.

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Y es una lástima, porque el planteamiento invitaba al exceso: una película centrada en uno de los propios Predators, contada desde su punto de vista, prometía un festín audiovisual sin necesidad de palabras. Lo que necesitaba era crudeza, textura, brutalidad; la belleza de lo físico frente al cansancio de lo discursivo. Pero Badlands elige el camino intermedio, el de las decisiones seguras, el que confunde la elegancia con la contención.

El resultado es un film que entretiene, sí, pero que no arde. Sus combates carecen de la sensación orgánica del sudor, del polvo que se pega a la piel. El montaje es competente, pero no transmite la adrenalina salvaje que definía el espíritu de la original. Allí, en 1987, John McTiernan construyó una catedral del cuerpo humano enfrentado al vacío: cada soldado era una escultura de fuerza, una criatura con nombre, pasado y camaradería. Esa hermandad era el alma. Sin Dutch, sin Billy, sin el eco de ese grupo imposible, ninguna secuela podrá alcanzar el mismo latido.

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Lo que Badlands olvida es que Depredador no fue una historia de ciencia ficción, sino una tragedia física. La máquina alienígena servía para medir la humanidad de los hombres que la enfrentaban. Aquí, en cambio, la humanidad se diluye entre fuegos artificiales y promesas de un universo expandido que nadie ha pedido.

Aun así, hay algo rescatable: su empeño en reivindicar el espectáculo como valor propio. Durante demasiado tiempo, el blockbuster moderno ha querido justificar su músculo con filosofía barata. Badlands al menos nos recuerda que el placer visual también tiene su nobleza. Que hay goce en ver un cuerpo lanzarse al peligro, en escuchar el crujido del metal, en oler el polvo levantado por una explosión. No todo debe tener un subtexto; a veces basta con la fuerza.

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Quizá ese sea su mérito, y también su fracaso. Porque Predator: Badlands parece comprender que esta saga no necesita redención, sino instinto. No busca pensarse a sí misma, pero tampoco se entrega al rugido puro. Es como si se quedara en mitad de la jungla, indecisa entre mirar al cielo o disparar al frente.

Y es entonces cuando recordamos a Dutch y su equipo, empapados en sudor, atravesando la espesura sin un solo discurso, solo con la mirada fija en el enemigo. Ellos eran la verdadera película. Ellos eran la razón por la que el Predator funcionaba: porque tenían alma, porque eran hombres que podían sangrar.

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Nada volverá a igualar esa energía. Y tal vez, en el fondo, eso sea lo que mantiene viva a la criatura: el fantasma de aquellos soldados que convirtieron una simple cacería en mito.

El problema de fondo no es solo de Badlands, sino de una era entera del cine de acción que teme ser lo que es. Hollywood parece necesitar siempre un subtexto, un discurso moral o una ironía autorreferencial que legitime lo que antes bastaba con el estruendo de un helicóptero y el sudor en la frente. Se ha olvidado que películas como Los cañones de Navarone, Doce del patíbulo o la propia Depredador no necesitaban justificar su violencia porque entendían su lenguaje: el cuerpo era la narrativa.

Predator: Badlands intenta equilibrar ambas pulsiones —la reflexión y el instinto— y acaba atrapada entre ellas. Su director filma con elegancia, pero sin esa rudeza que hacía vibrar las hojas de la selva original. No hay barro, ni miedo, ni sangre que pese. Es como si el cine de acción contemporáneo hubiese cambiado la carne por el concepto, el sudor por el argumento.

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Y sin embargo, en los pocos momentos donde se permite rugir —en esos planos donde el Predator deja de ser metáfora y se convierte en presencia pura— se vislumbra el fantasma de lo que fue Depredador: un cine hecho de músculo y de aire caliente, de hombres que no filosofaban sobre la muerte porque estaban demasiado ocupados sobreviviendo a ella.

Ahí reside la verdad que Badlands roza pero no alcanza: que el espectáculo, cuando se filma con convicción, ya contiene toda la narrativa que necesita. La primera Depredador lo sabía. Por eso sigue viva.

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