Hoy nos ocupamos de cinco obras esenciales del gran arquitecto del cine clásico norteamericano: John Ford. En el vasto terreno del séptimo arte, resulta impreciso, e incluso vano, pretender establecer con certeza quién ostenta el título de mejor director de todos los tiempos. Tal afirmación, más que esclarecedora, sería reductora y fútil. Sin embargo, lo que sí podemos sostener con convicción es que, entre los nombres más insignes que pugnan por ese lugar, Ford se erige como un contendiente formidable, quizás el más digno de ocupar tan singular distinción.
Para John Ford, el cine no fue meramente un arte o una profesión, sino una simbiosis total: el cine fue su esencia, y él fue el cine en su más pura manifestación. Ambos, autor y medio, parecen haber nacido juntos, como si fueran partes de un mismo impulso creador. Más de un siglo después, sus películas continúan resonando con una fuerza imperecedera, y cualquier espectador que se aventure en los caminos del cine inevitablemente se verá atraído por la monumental filmografía de Ford, sucumbiendo ante el magnetismo de su mirada única, para, finalmente, rendirse al hechizo de casi toda su obra.
En este espíritu, hoy queremos aventurarnos en la ardua tarea de seleccionar cinco de sus películas más notables, un ejercicio que, sin duda, se enfrenta a la imposibilidad de lo absoluto. Cualquier intento de jerarquizar las creaciones de un genio como Ford es necesariamente subjetivo, y nuestra selección no aspira a ser más que una reflexión personal, un sencillo tributo. No pretende imponerse como una verdad absoluta, sino como un lúdico ejercicio cinéfilo, consciente de que cada espectador llevará consigo su propio canon, su propio panteón. Que esta lista sea, entonces, no un dogma, sino una invitación al juego del amor por el cine.
John Ford, cineasta inigualable y arquitecto primordial del lenguaje cinematográfico, legó a la historia del cine una obra vasta y profunda que trasciende las categorías genéricas y explora, con una poética inusual, las contradicciones de la condición humana. Su cine, muchas veces encasillado en el western, emerge como un estudio filosófico y moral de los grandes temas universales: el sacrificio, la memoria, la redención y el inexorable paso del tiempo. Este artículo se adentra en cinco de sus más sublimes creaciones: Centauros del desierto, ¡Qué verde era mi valle!, El sargento Negro, El hombre que mató a Liberty Valance y la subestimada Los tres padrinos. Cinco joyas cinematográficas que encapsulan la maestría técnica y conceptual de un autor cuyo estilo, siempre anclado en una profunda comprensión de la humanidad, eleva cada imagen a la categoría de lo trascendente.
Centauros del desierto (The Searchers, 1956)
En Centauros del desierto, Ford redefine el western como un territorio metafísico, en el que el paisaje monumental del Monument Valley se convierte en una extensión del alma atormentada de su protagonista, Ethan Edwards, interpretado con inquietante ambigüedad por John Wayne. A través de la inmensidad desértica, Ford nos invita a un peregrinaje no solo físico, sino también espiritual, en una búsqueda que trasciende la mera recuperación de la sobrina secuestrada. La estructura visual de la película es una catedral de encuadres que, con su simetría y profundidad de campo, nos habla de la soledad, el racismo y la imposibilidad de la redención en una frontera que Ford retrata como un espacio liminal, donde la civilización y la barbarie se entrelazan en un tenso equilibrio. Es aquí donde Ford desmantela el mito del héroe clásico, ofreciendo una figura despojada de todo heroísmo convencional, un paria condenado a vagar por la frontera entre el bien y el mal.
Es complicado desligar el título de Centauros del desierto del mundo del cine. Esta traducción absolutamente libre del original The Searchers esta considerado como una de las mejores películas de la historia. John Ford y John Wayne en estado de gracia para construir un monumento cinematográfico.
Pero buena parte del mérito lo tiene Alan Le May, autor de la novela publicada dos años antes, en 1954, y que sirve de base argumental para la mencionada película. La editorial Valdemar, en su imprescindible colección Frontera, publicó en español una historia que contiene la esencia del wéstern. Un libro que hace vibrar con su aventura, pero que también lleva al lector a las profundidades y recovecos de la naturaleza humana.
Es muy posible que muchos de quienes abran Centauros del desierto lo hagan con el poso de la película en su memoria. El ataque de los indios comanches a una familia de colonos texanos y el rapto de dos niñas llevará al tío de estas, Amos Edwards (en la película se optó por el nombre de Ethan), a enfrascarse en una búsqueda sin descanso acompañado del joven Martin Pawley.
A partir de ese punto, Alan Le May lleva a cabo una narración en la Amos Edwards no es sino un nuevo capitán Ahab espoleado por el odio. Los mares son ahora praderas y desiertos, el Pequod un caballo y Moby Dick toma la forma de un grupo de comanches en fuga.
Como buena novela, supera a la versión cinematográfica en la profundidad de los personajes y sus motivaciones. También es mucho más extensa en la narración del contexto en el que se sitúa la búsqueda: finalizada la guerra de Secesión y en un periodo en el que la convivencia entre los nativos y los nuevos pobladores norteamericanos se debate entre la sucesión de conflictos y los intentos por encontrar soluciones pacíficas.
Además de todo esto, la capacidad descriptiva de Le May convierte a Centauros del desierto en una lectura perfecta para los meses de verano: fuego cruzado en escaramuzas contra los indios, noches al raso a la espera de una pista, pasiones amorosas de juventud… todo lo que se le puede pedir a un libro aventura.
Podríamos ir de eruditos o sibaritas e intentar elegir como primer film alguna otra gran obra de Ford, pero es que aunque sea fácil recurrir a lo evidente, este film no solo a nuestro parecer y al de medio mundo es seguramente su mejor film, si no que seguramente también sea el mejor western jamás filmado y además posiblemente una de las películas número uno de la historia. Esta obra de 1956 dirigida por John Ford, fotografíada por Winton C. Hoch e interpretada por John Wayne es orfebrería pura, con una inquietante y sibilina denuncia racial bajo su aparente sencillez narrativa, acompañada de una puesta en escena de arte y ensayo como demuestran secuencias tales como la del apagado del candil a la llegada del indio Cicatriz. Además está llena de momentos míticos de la historia del cine como su cíclica apertura y cierre, la relación entre Martha y Ethan o la ya famosa postal de la mirada en claroscuro de Wayne a la salida de la cantina, todo esto hace que este film sean mayúsculas del 7º arte.
¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941)
¡Qué verde era mi valle! es la obra más lírica de Ford, un canto nostálgico al tiempo perdido, una elegía a la vida comunitaria en una Gales minera que enfrenta los embates de la modernidad. La película, estructurada como una memoria visualizada a través de la mirada de un niño, despliega un delicado equilibrio entre lo épico y lo íntimo. Ford explora las dinámicas familiares, las jerarquías sociales y las fuerzas que lentamente erosionan las tradiciones de una sociedad cerrada. En términos técnicos, la obra sobresale por su cuidadosa composición de cuadros que parecen salidos de una pintura renacentista, con su atención al claroscuro y a las texturas visuales que revelan el alma de un mundo que se desmorona. Ford usa la luz y las sombras no solo para articular la narrativa, sino para subrayar la tensión entre el pasado idealizado y el presente sombrío, en una obra que es tanto un lamento como un homenaje a la dignidad de lo efímero.
Para defender esta película como número dos de la obra de Ford no hace falta extenderse en demasía, solo hay que dar una sencilla razón de peso, la cual es que en 1941 ganó el Oscar a mejor película, algo no tan importante si no fuese porque se lo ganó directamente a Ciudadano Kane, película que como todos sabemos lleva 100 años ocupando el primer puesto de mejor película de todos los tiempos. Qué calidad no debe tener entonces este film para que en aquel año 41 la academia la eligiese por encima del mítico film de Orson Welles.
El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962)
El hombre que mató a Liberty Valance es quizás la deconstrucción más lúcida del mito fundacional del Oeste americano, un relato en el que Ford examina la fragilidad de las leyendas y la naturaleza esquiva de la verdad histórica. Aquí, Ford contrapone dos arquetipos: el hombre de ley, Ranse Stoddard (James Stewart), y el hombre de violencia, Tom Doniphon (John Wayne), ambos necesarios para la creación de un orden social, pero cuyo papel en la historia es radicalmente diferente. La puesta en escena, dominada por un uso expresionista del claroscuro, refleja la ambigüedad moral de un mundo donde la justicia y la ley a menudo deben inclinarse ante la brutalidad. Ford articula en esta obra su tesis sobre la formación de la historia y el sacrificio de la verdad en favor de la narrativa colectiva. El célebre mantra del filme —»Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda»— resume de manera trágica la tensión entre el idealismo y la realidad, en una película que es tanto un canto fúnebre al western como una crítica a los mitos fundacionales de Estados Unidos.
1962, John Ford unía a James Stewart y John Wayne, y elegía a William H. Clothier en la fotografía para entre todos crear una palícula basada en un relato corto de Dorothy M. Johnson, el resultado ya es conocido por todos, otras obra maestra más en la peculiar carrera del director y por supuesto uno de los films más atípicos del género y de su propia carrera, pero…¿quien mató realmente a Liberty Balance?…
El sargento Negro (Sergeant Rutledge, 1960)
Con El sargento Negro, Ford aborda de manera audaz y precoz los temas raciales dentro del género del western, un espacio históricamente reservado para figuras blancas y masculinas. A través de la historia de Braxton Rutledge, un soldado afroamericano acusado injustamente, Ford construye una reflexión compleja sobre la justicia, la verdad y los prejuicios. La estructura narrativa fragmentada, donde la historia se revela a través de una serie de flashbacks durante un juicio, permite que Ford juegue con la noción de perspectiva, subrayando cómo la verdad se reconstruye y distorsiona según el ojo del observador. Visualmente, Ford utiliza los vastos paisajes como una metáfora de la lucha interna del protagonista, capturando con su habitual maestría el contraste entre la dureza de la naturaleza y la nobleza interior del individuo marginado. La película no solo desafía las convenciones del género, sino que también anticipa debates sociales que explotarían con mayor fuerza en décadas posteriores.
Otra obra de ensayo más y otro western tapadera más. Ford usaba el género para hablar de cualquier tema que le viniese en gana y está vez vuelve a arremeter contra el racismo como ya hiciese en The Searchers y lo hace mediante un procedimental o film de juicio. El sargento Rutledge interpretado por Woody Strode se erige como héroe y martir de un film maravilloso, emocionante y sentimental, un film que no hace falta tener nociones para disfrutarlo desde su primer minuto.
Los tres padrinos (3 Godfathers, 1948)
Los tres padrinos es una de las obras más olvidadas, pero también más poéticas de John Ford. Este western, profundamente imbuido de simbolismo cristiano, narra la historia de tres forajidos que, al encontrar a un recién nacido en el desierto, emprenden una misión de redención que remite directamente al relato bíblico de los Reyes Magos. Ford, con su habitual sensibilidad para los mitos fundacionales, transforma la aridez del desierto en un espacio de purificación y sacrificio. Visualmente, la película es un alarde de contrastes, donde los vastos paisajes desolados dialogan con la calidez humana de sus protagonistas. Ford teje una alegoría sobre la paternidad, la redención y la fraternidad, elementos que configuran el ADN de su cine, pero que aquí adquieren una dimensión casi litúrgica. Aunque relegada a un segundo plano en su filmografía, Los tres padrinos es una pieza clave en la exploración fordiana de la moralidad, el sacrificio y la búsqueda de un propósito en medio de un universo vasto e indiferente.
Uno de los films menos conocidos de Ford y una de nuestras apuestas personales. Para nosotros juntar a Ford y a Hoch ya es motivo de obra maestra y así la escena del nacimiento en el interior de la caravana iluminada por simples velas y candiles es uno de los 10 mejores momentos del cine a nuestro parecer. Si el cine es imagen en movimiento contando una historia, este es el mejor ejemplo para reafirmarlo.
Solo esta escena sería suficiente para que este film fuese uno de nuestros favoritos pero por fortuna hay mucho más.
Estas cinco películas, que abarcan diversas épocas y tonos, representan la cúspide del arte cinematográfico de John Ford. En ellas, su estilo narrativo y visual se alza como un testamento inapelable de su capacidad para trascender el cine de géneros, creando una obra que dialoga con las grandes preocupaciones existenciales del ser humano. Ford, como pocos, supo hacer del cine no solo un espejo de su tiempo, sino un espacio donde los grandes temas de la humanidad se revelan en toda su complejidad y belleza.
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