Obras maestras | Juegos de carretera (1981): el suspense en marcha como ritual surrealista del ozploitation

Crítica: Juegos de carretera (1981): el suspense en marcha como ritual surrealista del ozploitation

Pocas películas sintetizan con tanta audacia y lirismo las pulsiones múltiples del cine australiano de explotación —el llamado ozploitation— como Juegos de carretera, la inquietante y bellísima obra de Richard Franklin estrenada en 1981. A medio camino entre el thriller psicológico, el cine de terror y la comedia absurda, este film adquiere, con el paso del tiempo, la estatura de una obra maestra secreta, casi litúrgica, cuya singularidad radica no sólo en su forma, sino en su desarrollo interno: una especie de trance cinematográfico rodado sobre el asfalto, donde la cabina de un camión se convierte en espacio escénico, celda de pensamiento y cápsula de percepción.

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Franklin —formado en la escuela cinematográfica de la University of Southern California y discípulo espiritual de Hitchcock, a quien conoció personalmente— dirige con precisión quirúrgica una película que podría haberse derrumbado en manos menos sabias. Pero aquí, lo que a priori parece una premisa reducida —un camionero solitario que sospecha que un asesino en serie recorre las mismas rutas que él, eliminando mujeres— se convierte en un artefacto de tensión sostenida, de aliento simbólico, de atmósfera hipnótica. El guion, escrito por Everett De Roche, guionista habitual del cine de género australiano, introduce con sutileza referencias filosóficas y literarias (el protagonista, por ejemplo, recita fragmentos de poesía clásica y mantiene conversaciones profundas con su perro (o dingo) mientras construye una estructura narrativa casi cubista, donde la realidad se fragmenta en miradas, espejismos y desvíos.

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La fotografía de Vincent Monton es uno de los elementos que elevan la obra a una esfera de sofisticación visual inusitada en el cine de explotación. Los amaneceres rojos sobre la planicie australiana, los planos subjetivos desde la cabina del camión, los juegos con el foco y los reflejos, todo remite a un tratamiento pictórico del paisaje como extensión del alma errante del protagonista. Es una cámara que no sólo observa: deambula, espera, observa. Hay ecos aquí del Giallo italiano —sobre todo en el uso del color y los encuadres caprichosos—, pero también del mejor Hitchcock: pensemos en la forma en que Franklin maneja la elipsis, el fuera de campo, o la sugestión del peligro en lo invisible.

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La actuación de Stacy Keach, actor entonces poco conocido en el circuito internacional, es simplemente descomunal. Su camionero es un hombre culto, sardónico, solitario pero no derrotado, un outsider de alma barroca que recorre las inmensidades del desierto australiano en busca de respuestas que probablemente no existen. Jamie Lee Curtis, recién salida del éxito de Halloween, encarna aquí a una joven autoestopista que se convierte en su compañera de ruta. Su presencia es fugaz pero magnética: Curtis aporta frescura, ironía y una tensión sexual flotante que se inscribe con inteligencia en el tono ambiguo del film. Crítica: Juegos de carretera (1981)

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Uno de los grandes logros de Juegos de carretera es su dominio del tono. En lugar de abrazar un género concreto, el film danza entre ellos con una ligereza envidiable: hay secuencias que rozan lo grotesco, otras de suspense puro y seco, momentos de introspección poética, y no pocos destellos de humor absurdo. Sin embargo, el tono jamás se descompensa. Es como si Franklin supiera que, en el fondo, lo que está filmando no es una persecución criminal, sino un viaje alegórico por los pliegues de la percepción y la identidad. El film se permite incluso momentos de puro surrealismo: silencios cargados, miradas inexplicables, presencias fantasmales, diálogos que flotan como haikus en medio del polvo y la carretera.

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Técnicamente, el montaje de Edward McQueen-Mason articula con ritmo envolvente la tensión y el delirio, mientras que la música de Brian May —uno de los compositores fundamentales del cine australiano del periodo— dota a la película de una sonoridad inquietante, entre lo tribal y lo sinfónico, que subraya la dimensión mítica del relato. El diseño sonoro es exquisito: los ruidos del camión, el viento en la llanura, los silencios entre frases, todo contribuye a una inmersión sensorial y dramática de primer orden.

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No se puede hablar de Juegos de carretera sin destacar su construcción espacial: aunque se trate de una road movie, su universo es reducido, casi teatral. El camión es una especie de escenario móvil, donde se representan los distintos actos de un drama íntimo. Es, en efecto, una road movie de patio de colegio, donde los elementos narrativos se repiten con variaciones, como en un ejercicio musical o un poema circular. Lejos de buscar el realismo, la película apuesta por una estilización constante del espacio y del tiempo, generando una especie de fábula paranoica con ecos kafkianos.

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Es, en última instancia, una obra imposible de realizar hoy: no sólo por su mezcla de géneros y tonos, sino por la forma en que se atreve a detenerse, a contemplar, a divagar sin miedo al silencio o al absurdo. Su rareza es su fuerza. En tiempos de fórmulas prefabricadas, Juegos de carretera se alza como un testimonio de libertad creativa, de riesgo estético y de potencia narrativa. Una joya perdida, un secreto australiano que espera ser redescubierto, con los ojos bien abiertos y el corazón dispuesto a dejarse llevar por la carretera, hacia ninguna parte.


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Ficha técnica destacada:

  • Dirección: Richard Franklin
  • Guion: Everett De Roche
  • Fotografía: Vincent Monton
  • Montaje: Edward McQueen-Mason
  • Música: Brian May
  • Reparto: Stacy Keach, Jamie Lee Curtis, Marion Edward, Grant Page
  • Producción: Barbi Taylor, William Todman Jr.
  • Diseño de producción: Jon Dowding
  • Duración: 101 minutos
  • País: Australia
  • Distribución original: AVCO Embassy Pictures
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Crítica: Juegos de carretera (1981)

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