Belleza mortal (1987): el fracaso estético de un cruce imposible entre la buddy movie y el drama urbano
Hay películas que nacen bajo la promesa de una alquimia perfecta: una conjunción de elementos que, al reunirse, auguran algo memorable, fresco o incluso icónico. Belleza mortal (título original: Fatal Beauty), dirigida por Tom Holland —autor de culto en el terreno del horror fantástico gracias a Fright night (Noche de miedo) y Child’s play— parecía ofrecer, al menos en la superficie, esa clase de combinación estimulante: un relato policial con tintes de comedia y acción al estilo de Superdetective en hollywood, protagonizado por una pareja inusual y sostenido por el carisma singular de Whoopi Goldberg. Sin embargo, lo que pudo ser un artefacto lúdico y provocador se disuelve en una suerte de telefilme de sobremesa, indeciso entre la denuncia social, la acción sin pulso y el chiste que no encuentra su remate.

La cinta pretende inscribirse en la tradición de la buddy movie ochentera, esa genealogía de duplas disímiles y contradictorias que, a través del peligro, la ironía y los códigos compartidos del thriller, consiguen reconciliar opuestos. Pero aquí, lejos de lograr esa chispa dialéctica entre los personajes —como ocurría con Eddie Murphy y Nick Nolte, o con Mel Gibson y Danny Glover—, Belleza mortal tropieza desde su propio diseño de personajes. Goldberg, en un papel escrito como una suerte de policía implacable, sarcástica y sexy, queda atrapada en una caracterización que roza el absurdo: su dureza parece impostada, su sensualidad forzada, su humor desprovisto de ritmo. En ningún momento logra establecer una complicidad orgánica con el espectador ni con sus compañeros de reparto.

Sam Elliott, que debería aportar la gravedad del antihéroe lacónico, transita toda la película con un gesto que oscila entre la resignación y el desconcierto. Su presencia, siempre intensa en el western crepuscular o en papeles secundarios de carácter, aquí se diluye en un guion que no le ofrece ni profundidad emocional ni dirección dramática clara. Elliott parece habitar un género distinto al del film, como si su personaje hubiera sido importado de otro proyecto más serio y menos caricaturesco.

La puesta en escena, por su parte, acusa una visible pobreza formal. Tom Holland, que en otras ocasiones ha demostrado una capacidad notable para crear atmósferas opresivas y envolventes, aquí se ve limitado por una fotografía plana, sin juego de luces ni encuadres que potencien la tensión o la ironía. La dirección de arte es funcional, casi televisiva, y la cámara se contenta con seguir la acción sin dotarla de ritmo ni estilo. Lo que debería ser un paisaje urbano decadente y feroz —el mundo del narcotráfico, los barrios marginales, la corrupción institucional— termina pareciendo el decorado de un culebrón policial.
A esto se suma una banda sonora tan genérica como olvidable, que oscila entre lo sintético y lo efectista, sin aportar ni una capa más de sentido ni un contraste que revitalice las escenas de acción. En lugar de construir un entorno sonoro que dialogue con el conflicto, la música subraya con torpeza lo que ya es evidente, o peor aún, lo que carece de intensidad.

En última instancia, Belleza mortal fracasa porque no logra asumir del todo qué quiere ser: no es una sátira eficaz, ni un thriller policial creíble, ni una película de acción con identidad visual. Lo que debería ser una celebración del exceso ochentero se convierte en un pastiche sin pulso, una obra que sobrevuela ideas interesantes (el rol de la mujer negra en un cuerpo policial hostil, la violencia sistémica de la guerra contra las drogas, el cruce entre sexualidad y autoridad) pero que las aborda con torpeza y superficialidad. El resultado es una película que, más que producto del entusiasmo kitsch de su época, parece síntoma de sus peores inercias: el efectismo hueco, la narrativa caprichosa y la estética de la nada.
Es inevitable ver Belleza mortal hoy como un ejemplo de ese axioma tantas veces repetido pero pocas veces asumido con honestidad: no todo el cine de acción de los ochenta fue bueno. En su mejor momento, el género supo ofrecernos intensidad visual, crítica velada y personajes inolvidables. En su peor cara —y Belleza mortal lo demuestra con creces—, fue una fábrica de promesas rotas, aderezadas con frases sin gracia y tiroteos sin alma.