De todos es conocido que Peckinpah no fue precisamente un maestro de la sutileza. Y a fé de Dios que “Perros de paja” es una de sus obras más paradigmáticas al respecto. La peli abre la veda a una procesión de títulos que, de la mano de la ultraviolencia, escandalizarán a la sociedad setentera y le mostrarán sus perfiles más abyectos.

Peckinpah se hace valer de sus prodigiosos movimientos de cámara, de sus zoom endiablados y de su magistral dominio de la cámara lenta para contarnos muchísimas cosas sin necesidad de diálogos, de palabras vanas, de rollos patateros. Esto es cine, señores!. Peckinpah mueve la cámara como un tanguero, maniobrando con ímpetu, con pasión, con brusquedad milimétrica. Sus clamorosos silencios, su aprovechamiento no sólo de la música sino del sonido, es acojonante. Thriller “in crescendo”, como marcan los cánones. Como un buen polvo. Y luego viene el montaje: tomaydaca, tomaydaca, tomaydaca. Brutal.

La peli da mucho que hablar. Es perfecta para un cinefórum de parroquia. Cobardía, provocación, erotismo, misoginia, maldad, venganza, violencia, honor, ética… Porque señores, aquí no se salva ni el apuntador. Un pueblecillo escocés habitado por una cuadrilla de borrachos, pendencieros, crápulas y haraganes capaces de modificar la conducta de cualquier pardillo. Luego está Amy, protagonista de la violación más ambigua que jamás había presenciado en pantalla. Y tantas y tantas cosas…

Sam nos ofrece una auténtica lección de cine. Y es que, como afirma mi buen amigo Santi: “Cuanto más cine suyo veo, menos valoro a Tarantino”.