Japón, siglo XVI. Durante la guerra civil, los aldeanos Genjuro y Tobei pretenden hacer fortuna: Genjuro como alfarero y Tobei como samurai. Ambos dejan a sus esposas abandonadas para cumplir con sus ambiciosos sueños. La misteriosa Lady Wakasa, otra víctima de la guerra, se cruzará en el camino de Genjuro.
Formalmente, una maravilla. Una de esas pelis que todo cinéfilo en ciernes debería ver sí o sí para saber de qué va esto del cine. Pocas veces veremos en una gran pantalla una composición de planos tan perfecta, un aprovechamiento de la iluminación tan oportuno y un ritmo narrativo tan grácil y elegante.
Nada que objetar, tampoco, a su incuestionable moralina. Porque la tiene, claro ¿Y qué? Al fin y al cabo todos sabemos que la felicidad plena es una utopía y que “la avaricia rompe el saco” ¿no? Mizoguchi, en cualquier caso, demuestra que sabe manejarse como pez en el agua en el ámbito melodramático y que la desmedida expresividad interpretativa de los actores japoneses, bien canalizada, puede constituir un recurso cinematográfico tan legítimo como eficaz.
Os preguntaréis tal vez -visto lo visto- por qué no he puntuado esta irrefutable obra maestra con mayor generosidad. La respuesta es que, lamentablemente, “Cuentos de la luna…” no me ha llegado como hubiera deseado. En ningún momento conseguí empatizar cien por cien con los personajes y no fue hasta el desenlace final cuando Mizoguchi logró tocarme la fibra de lleno. Yo achacaría ese leve desencanto al hecho de que, por norma general, las pelis que transcurren en el medioevo japonés no suelen atraerme demasiado. Quizás por eso mismo “Rashomon” no me cortó el aliento precisamente y quizás por eso mismo cada día que pasa dejo para mañana mi particular revisión de “Los siete samuráis” o “Yojimbo”. La cuestión es que mi problema con el medioevo japonés reclama una solución inmediata. Y esa solución pasa, indefectiblemente, por enfrentarme de nuevo al Kurosawa medieval y por pedirle a Mizoguchi que vuelva a contarme esos cuentos.
Yo diría, en definitiva, que con este tipo de films padezco el ‘síndrome museo’. Y es que, a veces, aunque tengas ante ti una obra de arte como la copa de un pino, el dolor de pies y el agobio de la gente es tan intenso que resulta absolutamente imposible paladearla a gusto. Mecachis!