Unos monstruos humanoides asesinos viven en las cloacas de Nueva York. Un fotógrafo, un policía y un loco vagabundo que parecen saber mucho sobre las criaturas intentarán juntos descubrir más sobre los extraños seres para poder detenerlos.

En plena década de los ochenta y tras la irrupción del terror de Cronenberg, el cine de género experimenta el cambio de la Nueva Carne con títulos como La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982), La mosca (David Cronenberg, 1984) o la película que nos ocupa: C.H.U.D. – Criaturas Humanoides Ululantes Demoníacas (Douglas Cheek, 1984). El horror es parásito de su huésped, el cuerpo humano, recreando el concepto del infierno sobre la Tierra mediante la pérdida de la identidad, la humanidad y la racionalidad que nos define como individuos. Con C.H.U.D., el director estadounidense revisiona el engendro de John W. Campbell en un entorno urbanita cuyo contexto social le sirve, como a sus coetáneos, para denunciar los círculos políticos indiferentemente de sus colores a los que importan más los números que los ciudadanos. Douglas Cheek mezcla cuerpos de seguridad del estado, periodismo y política en una historia de monstruos subterráneos y monstruos trajeados que funciona como estupenda reivindicación del cuidado medioambiental.

Cheek nos transporta al centro neurálgico de Nueva York, a Manhattan, para denunciar la alarmante situación de engaño y manipulación mediática nacida en el seno del poder institucional, deudora de facturas a la ciudadanía y el medio ambiente que hoy en día nosotros seguimos pagando. Con la factura serie B, que recuerda a los clásicos de la Troma o la película que dio a conocer a Sam Raimi (Posesión infernal, 1979), Cheek es capaz de encontrar la claustrofobia y retransmitirla al espectador con escenografías cerradas y oscuras en las que la tensa atmósfera, subordinada al carácter detectivesco (periodístico, más bien) del argumento, hace el resto del trabajo para el editor y productor de Claustrofobia (Harlan Schneider, 2011). Y esta representación, recordemos, en una ciudad como Manhattan, es posible gracias a sus suburbios donde el director desarrolla la historia, historia que dignifica a las personas menos pudientes mientras expone la bajeza moral y corruptela de los que, egoístamente, gobiernan sobre ellas.

El enfado de Cheek late en una crítica social construida por pura ciencia-ficción, capaz de sembrar la duda preguntándose los verdaderos intereses tras un acto gubernamental o político, evidenciando, también, que el padecimiento de ese oscuro trasfondo lo cargan los estratos sociales más bajos (en este caso, los vagabundos) en pancista beneficio de los más altos. Esta idea fue renovada por Jordan Peele en la notable Nosotros (2019), película que también referencia el clásico de Cheek de manera explícita. Con este entramado, el director corta las alas a un periodismo para la ciudadanía, acusando tanto a políticos como a la policía, encubridora y seguidora de órdenes, haciendo de la rebeldía un acto heroico a contracorriente que encumbra personajes como el Capitán Bosch (Christopher Curry) o el reportero Murphy (J. C. Quinn) gracias a la oposición a la imposición de la autoridad, aunque este segundo a medias, incluso lastrando la narración involuntariamente, por la nula importancia que posee respecto al argumento. Con el supuesto de terror científico-ficticio que Cheek conforma, el estadounidense emprende una búsqueda de la verdad, comprometida y real, encausándose contra el mal que aqueja el planeta Tierra: la contaminación.

La Nueva Carne coquetea con el concepto de quién es el verdadero monstruo, de ¿Quién anda ahí? de forma vaga, pero suficiente para que el mensaje de Cheek llegue fácilmente al espectador. Para ello, el director se vale de una narración de historias cruzadas que favorece enormemente el ritmo, evitando las garras de la repetición a la que estaba condenándose en el planteamiento y procurando una presentación y desarrollo para cada uno de los tres personajes principales que, aunque no sean alardes de ingenio, son capaces de arrastrarnos por ese inicio de thriller directos hacia el terror donde las criaturas se confunden con las personas por el factor común de la ausencia de humanidad, siendo Wilson (George N. Martin) el pendón de la idea. Se aprecia una identificación del director en la figura de El Reverendo A. J. Shepherd (Daniel Stern), antihéroe que termina eclipsando a sus compañeros protagonistas por ser el más notorio portavoz de lo que Cheek trata de decirnos, siendo también el que más humanidad emite por su concienciación social. El personaje de Israel, interpretado por Jaime Ordóñez en El bar (Álex de la Iglesia, 2017) recuerda a una mezcla de El Reverendo y otro vagabundo, Val (Graham Beckel), en los que podría haber encontrado inspiración el bilbaíno.

A la contra, la gran cantidad de personajes que intenta tratar el guion de los mismos Christopher Curry, Daniel Stern y Parnell Hall es contraproducente tanto para el argumento como para los personajes importantes, desviando la atención de la trama principal como el caso de Lauren Daniels (Kim Greist) o las subtramas de los vagabundos en las cloacas de Manhattan que únicamente aportan cotas mínimas de ambientación a la historia. De todas maneras, no molestan especialmente en parte por las excelentes interpretaciones de todo el elenco, del cual remarco al propio Daniel Stern, corazón de la película, y a George N. Martin en esa representación humanamente monstruosa. Los efectos especiales, de muy bajo presupuesto, consiguen sacar lo mejor de sí mismos gracias a las posibilidades que les ofrece la escenografía de la que hablaba antes, fundida con pequeños toques de efectismo gore que no son explotados de una forma del todo adecuada para lo que el guion promete en un principio.