Como suele ser habitual en el cine de Edgar Wright, Última noche en el Soho mantiene una relación ambivalente con la nostalgia pop: por supuesto que puede resultar embriagador sumergirte en los recuerdos, los sonidos y las películas del ayer, pero cuidado con quedar atrapado para siempre en aquel beso, pues el pasado también tiene colmillos y mal aliento. Sobre esta tesis, especialmente relevante en estos tiempos de reciclaje cultural y retromanía, el cineasta construye una película de terror trepidante, fresca y técnicamente impecable, amén de un estudio de personaje (femenino, por primera vez en su filmografía) capaz de incorporar a su alambicada trama un discurso de género que no suena a impostura, sino todo lo contrario. Para Wright, los años sesenta son una canción preciosa… con ciertos ruidos inquietantes e imposibles de identificar de fondo. Analicemos, pues, los principales referentes manejados en la que es, sin duda, una de las películas más interesantes de la temporada.

Gozosa donde las halla, la nueva película de Edgar Wright es todo un caramelo para los amantes de los años 60 en todos los sentidos. El director rinde un genial homenaje a la década recorriéndola a través de la música, la moda y la propia conformación de los usos y costumbres de la sociedad en Última noche en el Soho.

Esto implica ver la parte más luminosa, colorista y divertida de esos años locos de laca, plásticos y geometrías, pero también atravesar el espejo para ver la cara más turbia y menos amable del exceso y la perversión del ocio nocturno, de modo que el retrato es bastante completo y dista de ser una idealización ingenua y superficial.

Si hay algo que hay que remarcar con mayúsculas como lo mejor de esta película es, sin lugar a dudas cómo se respira la ambientación y hasta qué punto Anya Taylor-Joy y Thomasin McKenzie realizan un tándem espectacular. Ambas se comen la pantalla y echan chispas con cada encuentro.

La puesta en escena es deliciosa desde el primer momento y además Wright busca no abusar de los efectos especiales que no son prácticos. Es decir, que muchos de los momentos de extrañamiento en los que se confunde el punto de vista de la protagonista con el del fantasma de la mujer que persigue en sus sueños, están logrados mediante pura artesanía. Son espectaculares los planos de la escalera, los juegos de espejos y miradas y las transiciones entre las secuencias oníricas y la realidad de la protagonista. A medida que se desenvuelve la historia los “trances” de los que es víctima se vuelven más y más realistas hasta que llega un punto en el que el espectador duda de su cordura o de si está viendo una película de fantasmas.

Última noche en el Soho respira además cinefilia por los cuatro costados. No solo por darle la vuelta a uno de los mitos británicos más representados en el mundo audiovisual, sino por dejarse imbuir por el espíritu y la estética del body horror y llamar constantemente al cine de Argento desde la dirección de actores, las constantes estilísticas y la fotografía.