Teatro, pintura, ópera, cine, literatura y hasta escultura, todo esto es lo podemos disfrutar en una obra que podemos definir como arte y artística. La Anna Karenina de Joe Wright es una obra quizás incomprendida pero que, ganará peso con el paso de los años. Cada uno de sus recovecos es una pieza de arte que debe apreciarse sin lógica en vez de buscarle sentido. Lo visual pesa más que lo narrativo ya que lo narrado es de sobra conocido.


Joe Wright recrea a una Anna perfecta. Renuncia a un estilo de narración convencional en favor de un expresionismo coreográfico de extraña fascinación, y además gran parte de la escenografía toma como soporte los escenarios y decorados de un teatro cambiante y metamórfico donde las secuencias se desarrollan y se concatenan a través de los bastidores y tramoyas, por las entrañas de destartaladas maderas, pasarelas, cables y poleas cubiertos de telarañas que el público no acostumbra a ver cuando asiste a una representación. Las transiciones no consisten en fundidos de cámara, sino en un decorado que cambia o una puerta que se abre desde un lujoso salón hacia un páramo nevado, o desde un dulce bosque meridional hacia una estación de ferrocarril azotada por el viento polar, con los personajes deambulando de un lugar a otro entre bailarines de fondo tan miméticos como lo que los rodea.
Todos los puntos esenciales de las tramas se suceden en este gran teatro peculiar, captando los matices precisos con juegos de luces y sombras, movimientos coordinados en danzas sutiles, pinceladas maestras en los diálogos, primeros planos audaces, miradas que hablan sin palabras, y un extremado mimo en la apariencia del relato sin menoscabar el espíritu. Cada personaje se integra de forma absolutamente natural con un equilibrio asombroso, sin perder un ápice de su identidad. El tono emotivo también es profundamente rico. La seductora Anna desarma con su encanto y su lucha interior desde su primera aparición, igual que en el libro, tan en contraste con la rígida cortesía de su marido, Alexei Karenin ; el simpático Stiva arrolla con su vitalidad mientras su esposa Dolly se resigna a amarle con pocas esperanzas; el temerario Alexei Vronski, que no duda en perseguir sin tregua a la mujer que desea, sorprendido él mismo por la fuerza de su amor; el romántico e idealista Konstantin Levin, pensador de costumbres sencillas que aspira al corazón de Kitty, su amada de siempre que pertenece a un mundo tan distinto del que él procede.
El clima es sobresaliente, oprimiendo en esa espiral en la que Anna se lanza a la pasión con todas sus consecuencias, pero no gratuitamente. Estremece la frialdad y malevolencia con que el grueso de la aristocracia petersburguesa da la espalda a la adúltera, así como la degradación psicológica de esa mujer desgarrada.
La novela resplandece en esta más que digna adaptación, y la tragedia personal de la dama caída en desgracia arrolla como ese tren simbólico que marca el principio y el fin de un ciclo.